“Todos los años, en verano, mamá y papá acompañaban a su hijo, en tren, hasta la casa de la abuela. Luego, regresaban a casa en el mismo tren al día siguiente.
“El niño creció y un verano les dijo a sus padres:
— Ya soy mayor, ¿Qué dicen si este año intento ir solo a ver a la a abuela?
“Después de un breve debate, los padres estuvieron de acuerdo. Desde el andén de la estación, le dieron las últimas recomendaciones, mientras desde la ventana del tren él repetía:
— ¡Sí, lo sé, lo sé, ya lo han dicho cien veces …!
“El tren estaba a punto de partir y el padre dijo: —Hijo, si de repente te sientes mal o tienes miedo, ¡esto es para ti!— y puso algo en el bolsillo de su hijo.
“El niño estaba solo, sentado en el vagón, sin padres por primera vez, mirando curioso desde la ventana. Alrededor, extraños empujaban, hacían ruido, entraban al compartimiento, salían, el conductor hacía comentarios sobre el hecho de que estaba solo, alguien incluso lo miró con pesar y de repente el chico se sintió muy incómodo y triste, cada vez más.
“Agachó la cabeza, se acurrucó en un rincón del asiento y las lágrimas comenzaron a fluir. En ese momento recordó que su padre le puso algo en el bolsillo. Con mano temblorosa buscó a tientas y encontró un papel, tenía escrito esto:
“—Hijo, estoy en el último vagón…”
Puedo imaginar el alivio y cúmulo de emociones que invadieron a este niño y es quizá en ese último vagón del tren de la vida, donde debemos viajar siempre los papás, cuidando y privilegiando la libertad de nuestros hijos, pero asegurándonos de que mientras estemos con vida, siempre contarán con ese puerto seguro donde guarecerse de las tormentas y retomar fuerzas para salir al mundo y comérselo.
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