Un buen día, las aves de la tierra del Mayab prepararon un suntuoso
banquete en honor de su rey, el pavo real. Todos los pájaros fueron
invitados a la fiesta, y se nombró una comisión especial para escoltar a
Tunkuluchú, el búho.
El búho detestaba esos convites; sin
embargo, los miembros de la comisión, temiendo la cólera del rey, lo
convencieron de que, como gran consejero de la corte, estaba obligado a
presidir el banquete.
El rey había reservado un lugar a su lado para el gran consejero, y
tan pronto éste llegó, comenzó la alegre velada: los meseros pasaban las
viandas en frescas y verdes hojas, y ante cada uno de los sedientos
comensales, colocaban pétalos de flores, simulando pequeñas ánforas
repletas de rocío. Poco tiempo después, todos los asistentes, con la
excepción del búho, se divertían a sus anchas.
El búho, no
pudiendo soportar la gritería y el comportamiento de los demás, trató de
escabullirse, y fue visto por el rey, quien lo hizo retornar. Éste
obedeció la orden real, pero -posándose en una elevada rama- le volvió
la espalda a los escandalosos y alegres convidados.
El pavo real,
creyendo que el desaire iba dirigido a él, resolvió hacer uso de su
autoridad para obligar al búho a tomar parte activa en la festividad e,
inmediatamente, le ordenó que bailara con los otros y uniera su voz al
discordante coro de los allí reunidos.
El búho se sintió humillado
con las crueles burlas que le hicieron las otras aves después de la
celebración. Y ni la necesidad natural de alimentarse ni las súplicas de
sus amigos, le hicieron salir de su guarida.
Movido por el deseo
de exponer a su rey al ridículo, tal y como éste había hecho con él, el
sabio consejero consultó el libro sagrado de los Mayas, donde encontró
la manera en que el pavo real había engañado al candoroso Puhuy.
Fue
así que el búho invitó a los pájaros de la floresta del Mayab para una
gran asamblea y, al dirigirse a los presentes, se percató que no podía
leer una sola palabra. Entonces, lanzando un grito de desesperación,
dejó caer el pergamino al suelo.
Los días permanecidos en el
interior de su morada, hicieron que sus ojos se acostumbraran a la
oscuridad. Ahora la luz brillante de la mañana lo cegaba. Desde esa
ocasión, pocas veces se le ve durante el día. Su anhelo de venganza
contra el rey fue castigado por los dioses.