En esta ocasión les presentamos una carta que nos envío una abuelita que es una de nuestras asiduas lectoras del blog:
Hace dos años enviudé, llevaba una vida tranquila y sin apuros económicos. Tengo dos hijas casadas, cuatro nietos entre 12 y 15 años “que son una chulada”. Cuando no les doy su gastada semanal no me acompañan a dormir, no me hacen algunas compras, pagos, llamadas o una visita pata ver como estoy.
El verano pasado mis hijas, yernos y nietos, tuvieron la brillante idea de invitarme a pasar con ellos unas vacaciones inolvidables en Chelem, según ellos para sacarme de mi encierro y relajarme. Está por demás decirles que solo aguante ocho días y me regresé.
Para comenzar, mientras ellos se daban su baño de mar todas las mañanas y se ponían al día con los chismes familiares, yo me quedaba en casa (Por la lesión que tenía en el ojo no podía darme el sol), preparaba la comida, si me hacía falta algo nadie quería ir a comprar nada, respondían con groserías y tenía que caminar cuatro cuadras para conseguir lo que faltaba.
En el día no descansaba por las visitas, pleitos o la música fuerte de los muchachos. Por las noches la cosa era peor, a cada uno de los chicos había que darles entre 30 o 40 pesos por aquello de la feria y el futbolito. Y mis hijas y yernos no podían quedarse atrás, pues estaban de vacaciones y había que aprovechar los cuidados de la abuelita, así que se iban dos veces por semana a la disco, llegaban con algunas copas cantando, prendiendo luces y levantando hamacas, llevándose el sueño de todos. ¡Pero qué hermosas vacaciones estaban pasando, (decía dentro de mí), estaba mejor en mi casa!
Al amanecer, mientras ellos estaban en su quinto sueño yo, trasnochada y con la presión alta, tenía que darle el desayuno a los yernos y nietos que se habían vuelto exigentes y majaderos.
Una madrugada, cansada de tanta desconsideración, sin decirles nada y aprovechando su largo sueño me fui a la terminal y tomé el primer camión que salía para Mérida. Llegue a la paz y tranquilidad de mi hogar. Desde luego que hubo llantos y reclamos, pero les di una gran lección de amor y respeto, y senté mis bases.
Los domingos en que estaban acostumbrados a comer con las manos vacías, sentarse a que les sirva las botanas y refrescos mientras yo corría de aquí por mesa, y solo se acordaban de mi cuando hacía falta algo ¿Niños? Bien, gracias, derramando en mi cama el refresco, y las niñas probándose mis tacones y rompiendo mis pinturas de labios.
No quiero entrar en detalles como término todo, sólo sé que me internaron en una clínica y llegaron a su fin estas “agradables reuniones familiares” en donde la única que se partía el lomo era la abuelita, como muchas lo siguen haciendo en la actualidad.
Ahora son ellos los que me invitan a comer a cualquier restaurante y si es en casa se coordinan y llevan todo, ahí se arma la tertulia, arreglan todo y cada quien se va a su casa como si nada hubiera pasado, terminó diciendo esta amable abuelita.
Y esta experiencia. Amables lectores, nos da a entender que hay de hijos a hijos y que lo menos que debemos hacer por nuestros padres es hacerles más gratos los momentos que pasamos con ellos. Las personas mayores nos cansamos pronto, la fuerza, la salud y vitalidad no es la misma que antes, y cuando alguien abuza de nosotros lo pagamos muy caro y es cuando pedimos a gritos amor, afecto, migajas de comprensión y ternura.