Si le preguntamos a cualquier persona sobre la genética, seguramente
nos dará una idea algo fatalista parecido a lo siguiente: los genes son
algo con lo que se nace, incambiables, que en cierta forma nos “condena”
sin remedio a una enfermedad, una forma de ser o de actuar.
Si tenemos cáncer, si somos gordos, depresivos, talentosos…todo es
responsabilidad de la lotería biológica que nos toca el día que llegamos
al mundo.
Sin embargo, esta idea es realmente una malintrepretación, que no tiene ninguna base científica.
En el caso de la enfermedades y contrario a lo que se pueda pensar,
muy pocas están realmente designadas por la influencia genética y aun en
esos casos, eso sólo marca una predisposición.
Y una predisposición no significa que desarrollemos inevitablemente la afección en cuestión.
Por ejemplo, las personas en las que se encuentran los genes de la
violencia no necesariamente cometen actos violentos o criminales.
Es más, los genes son una especie de sistema dinámico que reacciona
según los estímulos externos: un gen puede activarse o desactivarse
según las circunstancias que rodeen al individuo en cuestión.
Por lo tanto, las patologías físicas o mentales, los desórdenes de
personalidad o disfunciones sociales tienen su origen más en el entorno
que en un condicionamiento orgánico.
En ratas de laboratorio se han hecho experimentos en los que se les
ha anulado el gen del aprendizaje. Supuestamente eso dejaría al animal
totalmente privado de la posibilidad de aprender. Sin embargo, en un
medio apropiado, las ratas aprendían, igual o mejor que sus congéneres
normales en condiciones menos favorables.
Resumiendo, pensar que estamos predestinados desde nuestro nacimiento
es algo casi peligroso, favorece actitudes derrotistas y, socialmente
hablando, hace que no contemplemos verdaderas soluciones a problemas
como las adicciones, la delincuencia o la violencia.
Todo depende de nosotros, de la actitud, del medio que nos rodea, de
los vínculos afectivos, de que tanto cuidemos nuestra salud, etc.