9 de julio de 2022

Adriana, la fisioterapeuta.

Se llama Adriana.

Es fisioterapeuta.

A pesar de tener consultorio, a veces visitaba a sus pacientes en sus domicilios.

En especial a los que no podían salir de sus casas.

Un día fue a ver a una viejita que vivía en las orillas de la ciudad.

¿Qué tiene?; le preguntó Adriana.

Es que me da el telele; le dijo.

¿Que?

El teleleee, el teleleee; contestó la viejita.

Adriana no sabía qué era el telele, pero la ayudó.

Unos ejercicios ligeros, un masaje suave.

Aquella viejita terminó alegre.

Mañana regreso; le dijo Adriana.

Volvió al día siguiente.

Cuál fue su sorpresa.

Que en la entrada había un moño.

Un moño negro.

Gente llorando.

Olor a café y pan.

Se nos fue, se nos fue; le decían a Adriana.

Con angustia les preguntó si ella tuvo algo que ver.

No, no fue por el telele, le dio el patatus; le dijeron.

Adriana se quedó más tranquila.

Luego le explicaron que la viejita no tenía ni hijos ni esposo.

Algunos primos lejanos y conocidos que la querían mucho.

Como no dejó testamento, estuvieron repartiendo sus objetos personales con mucho respeto.

Aunque eran poquitos.

Unas ollas, una mesita, unos adornos.

Las amigas de la viejita le dieron a Adriana una pulserita.

Ella era curandera, como tú; le dijeron.

Adriana intentó aclarar que ella no es curandera.

Pero no la escucharon.

Se despidió.

En media hora tenía otro paciente.

Ni chance tuvo de cambiarse.

Llegó.

Era una casa lujosa.

Diferente a aquella de la viejita.

Al entrar la recibió don Ramón, 94 años, mirada triste pero sonrisa alegre.

¿Qué es lo que le duele?; le preguntó Adriana.

Traigo un dolor en la espalda que ando cargando varios días; contestó.

Adriana lo revisó.

No parecía tener algo en particular.

Era algo propio de sus años.

Pero mientras revisaba, sintió un elemento extraño en la espalda de don Ramón.

En su momento pensó que era un músculo hecho nudo.

Intentó palparlo, pero este elemento se desprendió de la espalda de don Ramón como si fuera de plastilina.

¿Qué hiciste? No siento dolor; le dijo don Ramón.

Mientras, aquella cosa se esfumó en la mano de Adriana.

No supo qué contestar.

Únicamente le comentó que la llamara por si le dolía algo.

De camino a su casa, Adriana miraba su mano.

Notó que estaba usando la pulsera de aquella viejita.

Notó que había podido agarrar el dolor de su paciente y sacarlo de manera física de su cuerpo.


Una semana después, una llamada.

Era Don Ramón.

Le habló para decirle que tenía un dolor nuevo.

Al día siguiente fue a revisarlo.

Iba usando su pulsera.

Cuando llegó a casa de don Ramón le pareció curioso verlo un poco más bajo de lo que recordaba.

Pero no le puso mucha atención a esto.

¿Cómo ha estado?; le preguntó.

No sé qué me hizo, doctora, pero esta semana me sentí como veinte años más joven. Tenía energía, tenía mucha alegría. Solo que ayer comencé a sentir dolor en mi brazo, tengo un dolor que no me suelta; señaló.

Adriana lo sentó en una silla.

Observó y revisó su brazo.

Volvió a sentir un elemento extraño y lo jaló del brazo de Don Ramón.

Una vez más, como hecho de plastilina.

Un instante más tarde, este elemento se esfumó.

Jajajaja, ¿Qué hiciste porque otra vez ya no siento dolor?; comentó Don Ramón.

Cuando este se levantó era todavía más pequeño, incluso más que cuando abrió su puerta.

Adriana se espantó.

Cada que le quitaba el dolor a su paciente, este parecía encogerse.

Se despidió de don Ramón y regresó a su consultorio.

No quiso volver a hacer lo de la pulsera y la escondió en un cajón.


Los días continuaron.

Ya no visitó a Don Ramón, hasta que un día éste la visitó en su consultorio.

Un joven taxista lo llevó hasta ahí.

Quien igual le ayudó a bajar.

Cuando lo vio entrar, Don Ramón estaba aún más pequeño.

Parecía tener la estatura de algún niño.

-Hola, doctora.

-Hola Don Ramón, ¿cómo está?

-Ahorita he tenido dolor en mi cuello.

-¿Qué tanto le duele?

-¿Por qué ya no me ha visitado, doctora?

-He tenido mi agenda muy ocupada, Don Ramón, pero puedo contactarlo con un colega mío para que siga checándolo.

-Yo sé por qué no ha ido, entiendo lo que me está pasando, tengo más de noventa años, ¿piensa que no me conozco?

Adriana alzó su cabeza, intentando ver si en su techo había respuestas, intentando no llorar.

-Me duele mi cuerpo,- continuó Don Ramón –necesito que me ayudes.

-Es que si lo ayudo, su cuerpo va a desaparecer.

-Así es vivir, doctora, usted me puede ayudar a que sea con dolor o sin dolor, igual me voy a morir.

Adriana lo revisó.

Unos ejercicios ligeros, un masaje suave.

Aquél día don Ramón terminó alegre.

A veces es lo único que necesitan.

Sin pulseras mágicas.

Ni casas lujosas.

Únicamente escucharlos.

No hay comentarios: